Decían que era poeta
y que no tenía donde caerse muerto.
Se vestía de distinto, y por sus ojos
descendían como dos chorros de luz casi dorada.
Tenía otras palabras y sus manos
parecían palomas enamoradas.
Apuntaba sus versos en un viejo cuaderno
y hablaba con los árboles y llamaba
a las libélulas que huían.
Sabía muchos decires y era como un león
antiguo que perdiera las garras
luchando por el pan que regalo a los otros.
Y miraba a los ojos igual que los valientes
y nunca malvendió una sola palabra.
Decían que era bueno y que pudo haber sido,
tal vez, otro gran hombre,
pero no les hacía caso, el sabía ciertamente,
que todo lo ignoraba. Y enfermó como un olmo
y quemó sus poemas una tarde de invierno
y aventó las cenizas, y se hizo semilla,
y lo acogió la tierra, y olvidaron su nombre,
y tan solo un soneto que perdiera una tarde
palpita en mi memoria igual que un arroyuelo.
Miguel Calvo Morillo
Retablo de la Memoria Encontrada. 1991